Una tarde del fin de semana estaba en mi apartamento como cualquier otro, sentado en el sofá frente a la gran pantalla cambiando canales cada tres segundos, durante ésta tarea el timbre sonó. No esperaba visitas. Me pregunté quién sería, podría ser algún paquete que debía recibir pero era domingo cosa que no era posible. Me levanté con pesadez del sofá, arrastré mis pasos hasta la puerta. Otra tonada hizo eco en mi sala. Tomé la perilla para abrir confiadamente y me detuve. Preferí asomarme por el visor: no había nadie, creí que había recreado el sonido o se habían equivocado de puerta, así que me di vuelta para continuar con mi ociosa tarea, un paso más allá el timbre volvió a sonar. Me apresuré al visor y nada de nuevo. Por un momento supuse que eran los niños del piso de abajo, se la pasaban molestando a algunos de los vecinos; la queja se había anunciado en las reuniones quincenales aunque a pocos les importó, en especial a los padres de esos inquietos.
Esperé unos segundos junto a la puerta por si presionaban de nuevo el timbre. Nada pasó, así que de un momento a otro abrí la puerta para darles una reprimenda; la furia que había en mí mirada solo fue observada por el vacío. Miré el pasillo de lado a lado, una extraña brisa fría se coló a mi sala, alguna ventana del piso debió estar abierta. Cerré de un portazo con obstinación. Caminé de nuevo al sofá y me senté, tomé el control y noté que el televisor estaba apagado, éste inmediatamente hizo de espejo panorámico, haciéndome ver todo lo que me rodeaba. Tanteé el control remoto buscando el botón de encendido, en ese momento un escalofrío intenso comenzó a correr por mi piel, lo que me hizo soltar el control y sacudí la mano. No supe qué era solo sentí una sensación extraña.
Mi vista se centró, a través del espejo negro, en algo que comenzó a materializarse a mi lado, así nada más, apareció una mancha de algo: un niño como de cinco años, cabello castaño, camiseta gris y short azul, miraba al igual que yo el televisor. Mi reacción inmediata fue mirar a mi lado, no había nadie. Volví la vista al frente y tampoco había nada. Un fuerte pálpito anunció nervios en mi cuerpo junto a un hormigueo que en el cuello que se detuvo cuando froté mi mano en la zona. De pronto el televisor se encendió solo y apareció la transmisión de una serie animada que era mi favorita de niño. Estuve petrificado mirando la pantalla por pocos segundos, luego me levanté con lentitud, avancé dando pasos largos hacia la puerta, intenté abrirla pero no cedía a pesar de no tener ningún seguro puesto, parecía atascada. En el ambiente se percibía algo raro, como la presencia de alguien. Cerré los ojos y respiré profundamente, los abrí y todo parecía como debía ser: normal, me convencí. Volví al sofá y ante mi vista el televisor se apagó solo. Definitivamente no supe qué hacer. Tuve ganas de salir corriendo de aquel edificio y también quedarme ahí sin hacer nada, lo que fuera que hiciera no cambiaría mi destino de aquel día. Así que me quedé mirando la negrura de la pantalla esperando que cualquier cosa pasara.
La infantil figura volvió a formarse a mi lado, extendió su pequeña mano y la posó sobre mi rodilla. No supe qué se suponía debía hacer. Una corriente eléctrica atravesó mi cuerpo y se arraigó un deseo paterno de tomar su mano. Así que extendí la mía cerca de donde calculé estaba la de él y la tomó. Sentí piel fría, como si tocara el hielo del refrigerador, otra corriente corporal y luego un calor fugaz. Mi reflejo comenzó a desaparecer del espejo negro. Hasta que no me vi más.
Desde ese día se cuenta nuestra historia, que en el apartamento D-5 se oyen risas que provienen de la nada y en el resto del edificio los televisores se encienden solos a cualquier hora, en especial a media noche, escuchan pasos ligeros junto a unos más pesados y sobre todo, que cuando apagas el televisor antes de dormir, nos ves a nosotros tras de ti esperando que tomes nuestras manos y podamos desaparecer juntos.
Jorge Suárez
Instagram: @jorsua14